Facebook. Twitter. Tuenti. Fotolog. Instagram. Snapchat. Tiktok. Es imposible entender Internet sin las redes sociales, y para la mayoría de nosotros ocupan un lugar importante en nuestra vida. Nos permiten mantener el contacto con amigos que viven lejos, e incluso conocer gente nueva. Nos informan, nos entretienen, cubren nuestra necesidad de dar opinión de absolutamente todo –algunos también usan los blogs para esto– y nos sirven para quejarnos cuando nuestro paquete de Correos Express no llega a tiempo. Como diría la inolvidable Encarnita: ¿a quién no le va a gustar?

La escuela no ha sido ajena a la revolución de las RR.SS. Si al principio fueron pocos los centros que tímidamente se abrieron un Facebook  –mucho más cómodo para enterarse de matriculaciones, calendario escolar o publicación de notas que una poco usable web alojada en Averroes–, hoy en día es raro el centro escolar que no tiene Twitter, Facebook, Instagram o las tres cosas juntas. Triunfa especialmente Instagram, la web nacida para aficionados a la fotografía, convertida hoy en un no sé sabe bien qué. Cinco minutos en el feed de cualquier persona que siga a media docena de centros bastará para ver decenas de charlas, excursiones, viajes de estudios, gymkanas, escape rooms o las novedades de la biblioteca escolar –¡culpable!–. También para avistar a decenas de menores de edad, cuyos tutores, curso a curso, reciben la misma petición por parte de los centros educativos para compartir la imagen de sus vástagos en las redes sociales oficiales del colegio o instituto. No hay docente acompañante de una excursión al que no le hayan dicho “¡haz algunas fotos!”. No hay charla que no quede perfectamente documentada, con preceptivo posado de los ponentes con los chavales de fondo. No hay actividad más o menos extraordinaria –o incluso ordinaria– que no acabe, con los hashtags correspondientes, publicada en las redes sociales de unos centros que sienten la presión de airear a los cuatro vientos todo lo que hacen.

A veces, contemplando esas instantáneas, o cuando a mí misma me ha tocado ejercer de improvisada fotógrafa con mis alumnos autorizados como modelos, no puedo dejar de preguntarme si el escaparate educativo no está influyendo en los proyectos, actividades complementarias y demás eventos que tienen lugar dentro del instituto. En otras palabras: ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Echamos fotos de las actividades que hacemos, o hacemos esas actividades precisamente porque sabemos que quedarán muy bien en las redes sociales del centro?

Graffiti en la pared en el que reza: "All we need is more likes" (Todo lo que necesitamos son más likes.)
Foto de Daria Nepriakhina 🇺🇦 en Unsplash

Esta preocupación mía no es baladí. Como algunos sabrán, tengo el honor de ser la responsable de la biblioteca escolar de mi centro. Y no, no hay rastro de ironía en la frase anterior. En mí recae una labor importantísima, fundamental: custodiar, cuidar y ampliar los fondos bibliográficos a disposición de mi alumnado, y hacer lo posible para que les resulten atractivos y accesibles. Vaya, lo que se viene llamando incentivar la lectura.  El caso es que cuando tomé posesión de mi pequeño reino me di cuenta rápidamente de una cosa: la biblioteca era muy bonita y acogedora, teníamos un rincón violeta muy chulo, y unos puffs muy cómodos, pero la ordenación de los libros era un sindiós. Narrativa adulta y juvenil completamente mezclada, y además agrupada sin ningún tipo de criterio en dos CDU distintos. Cada vez que entraba una criatura a la biblioteca, lo veía mirar a las estanterías con confusión. Muchas veces, ni yo lograba encontrar lo que buscaba. Había que reordenar. Y lo hice: dos veces. Primero para agrupar la narrativa bajo una misma clasificación, ordenación rápida y de urgencia para poder empezar al menos a buscar los libros de los chavales. Y después, al final de curso, cuando pude permitirme tener algunas mesas de la estancia cubiertas de libros, separando lo adulto de lo juvenil, ahora primorosamente agrupado en dos estanterías del suelo hasta el techo –aunque colocados a mi altura la altura de mis alumnos, para mejor acceso–, y señalado incluso con un código de colores, para que mis niños no se me pierdan entre los Futbolísimos y la Kika Superbruja. Ya no necesitan pedirme ayuda: entran, merodean en las que saben que son sus estanterías, y me vienen con el libro directamente en la mano. ¿Leen? Pues mucho menos de lo que a mí me gustaría, pero mucho más de lo que la gente se piensa. 

Os estaréis preguntando qué relación tiene esto con las redes sociales. Tiene su sentido, lo juro. Porque resulta que esta labor, que considero vital y la más importante de todas las que hice el año pasado, pasó completamente desapercibida al no ser instagrameable ni acreedora de un hilo chulo de Twitter –podría haber hecho un Tiktok, pero no me aclaro con esa red social del demonio–. En cambio, otras actividades bastante más irrisorias y con un impacto menor en el fomento de la lectura –de eso va la vaina, ¿no?– y que no costaron ni un tercio del esfuerzo fueron bastante celebradas. Hubo una en concreto que pretendía fomentar la lectura de un famoso libro juvenil que, puedo asegurar como bibliotecaria, no ha sido prestado ni una sola vez desde que yo estoy al frente. En cambio, tuvo un éxito tremendo como actividad, nos lo pasamos pirata e incluso vino la responsable regional del programa a verlo y felicitarnos.

Por favor, que lo anterior no se tome como una crítica. Es, ante todo, una reflexión. Yo soy la primera que he compartido mil actividades chulas en Twitter. Yo soy la primera que me he sacado a los niños del centro a leer extractos de libros, sin darme cuenta de lo estábamos haciendo únicamente por la foto, porque ya me diréis qué impacto tiene en el hábito lector de los chavales estar tirados en una plaza distraídos mientras un compañero lee en voz alta algo a lo que no están prestando atención ni la mayoría de adultos presentes. Por eso, cada vez a menudo, cuando me proponen o se me ocurre alguna movida, lo primero que me pregunto es: ¿pero esto va a servir de algo? ¿Lo hacemos porque está chulo y va a quedar guay en el Instagram, o realmente va a suponer algo más que perder unas horas de clase para la chavalería?

Pero luchar contra el escaparate educativo no es fácil. De hecho, sé que personalmente me perjudica no apuntarme a ciertas actividades y no salir en determinadas fotos. Pero también creo que falta poco para que esta dinámica cambie; el debate en contra de la sobreexposición de menores en las redes está en auge, y tarde o temprano va a acabar afectando a la forma en la que utilizamos las redes sociales de las escuelas. Si ya hay voces muy autorizadas augurando futuras leyes contra el sharenting, quizá debamos plantearnos hasta qué punto tenemos derecho a estar continuamente compartiendo la imagen de los chavales a los que, en teoría, tenemos la obligación de salvaguardar.

Quizá no está lejos el día en el que volvamos a hacer cosas chulas en clase sin que se nos pase por la cabeza sacar una foto o un vídeo. El día en el que dejemos de ser esclavos de ese maldito escaparate.

El escaparate educativo