Es el cumpleaños de un compañero. O de una compañera –el género del que invita no es relevante para esta historia, aunque sí parece serlo el del invitado–. Hay un cumpleaños y en mi instituto, como supongo que en la mayoría de institutos pequeños, es tradición que se celebren los 365 días más en este valle de lágrimas agasajando al resto del claustro con algo de zampar, dulce o salado.
En un cien por cien de las ocasiones (González, 2024) ocurre lo siguiente: mis compañeros varones –todos ellos tíos estupendos– se dirigen en línea recta hacia las bandejas, agarrando sin el más mínimo atisbo de duda o de remordimiento la torta de chocolate, el trozo de empanada o el saladito de turno. Mis compañeras féminas –todas ellas tías estupendas– también se dirigen hacia las bandejas, pero con menos seguridad: van mascullando nosequé de “¡cómo nos vamos a poder hoy!”, se quejan –”¿por qué has comprado tanto?”-, e inmediatamente buscan con la mirada a otra mujer para hacerte una oferta que no puedes rechazar: “¿compartimos? Es que es mucho”. Otras directamente cogen la media torta –más tarde volverán a por la otra media– y si acaso alguna osa servirse la misma cantidad que los varones, engullendo despreocupadamente a dos carrillos como si fuera, yo qué sé, un hombre, los comentarios no tardan en llegar: “¡Cómo te vas a poner!” “¡Este mediodía ya no se come!” “Esta noche no ceno.”
Hay excepciones, por supuesto. De vez en cuando algún compañerO se suma a las quejas. De vez en cuando alguna compañerA come tranquilamente, sin molestar y sin que la moleste. No niego que los varones no sean también víctimas de los TCA. Pero aquí estoy contando mi vida, y en mi vida la escena que más se ha repetido es esta; ya hasta puedo predecir automáticamente el papel que desempeñará cada uno. Es automático: vas a comer o a merendar y se ve con total naturalidad que los señores se pidan cada uno un plato; también, que las mujeres empiecen desesperadamente a buscar con quién compartir y te miren sorprendidas cuando anuncies tu intención de comerte un gofre o una hamburguesa tú sola. Te conviertes, en ese momento y de forma también automática, en “la que come mucho”, sea o no eso cierto –¿importa?–. Prepárate: te vas a tener que acostumbrar a escuchar comentarios y a dar explicaciones.
Sí, me pido Coca cola original en los bares porque salgo poco y en casa siempre bebo agua. Sí, pido postre porque me gusta el dulce y en casa no suelo tener. No, prefiero no compartir plato porque me gusta comer tranquila y a mi ritmo. Sí, me lo he comido todo; es que tenía hambre. No, no como desde que desayuné a las siete de la mañana, y dos tostaditas pequeñas. Ya, tú no desayunas. Ni cenas. Bueno, yo sí. Pero no mucho, no te vayas a creer. Una ensaladita.
***
De repente vuelves a tener diez años, y te encuentras cogida de la mano de tu madre, en la consulta de un señor que se llama Endocrino o algo así. Qué nombre más raro, ¿no? ¡Ah, que es a lo que se dedica! ¿Y qué es un endocrino, mamá? Aparentemente, es un señor que trata a los gordos. Yo estoy gorda desde hace un par de años. Realmente no sé si antes lo estaba o no, porque no me preocupaba por esas cosas: era simplemente una niña. Pero, de la noche a la mañana, dejé de ser una Niña y pasé a ser una Gorda, y todo eso me llevó a la consulta del señor Endocrino, que me miró con el ceño fruncido y me mandó tantas cosas que mi madre salió de la farmacia con una bolsa repleta. Bolsa que acaba en la basura días después cuando mi médico de cabecera sentencia: “yo eso no se lo mando ni a un adulto que no quepa por esta puerta.”
De repente tienes doce años, y ya eres oficialmente la Gorda de la clase y de la familia. Tus compañeros te miran mal por comer las mismas chuches que ellos y temes las visitas familiares a Melilla, porque te van a regañar por querer comer el mismo trozo de pizza que se están zampando tus primos, ¡pero es que ellos están como palillos, no vas a comparar! Jo, ¡qué rollo ser una Gorda! Prefería cuando era simplemente una Niña.
De repente tienes catorce, dieciséis, dieciocho años, y has hecho tantas dietas que te conoces a la mitad de los nutricionistas de tu ciudad, has estado apuntada ya en varios gimnasios, pero no te enganchas porque te ponen cosas aburridas, cosas que se supone hacen los Gordos, como treinta minutos de elíptica: las pesas, las bancas y todo eso son solamente para los delgados y los musculosos. A veces te miras al espejo y piensas: pues tan mal no estoy, pero entonces tu nutricionista te muestra la verdad. “Puedes bajar algo más”. ¡Siempre se puede bajar algo más! Hasta que, ay, te cansas de la dieta y del nutricionista, y entonces subes, y luego vas a otro nutricionista, y vuelta a empezar pero no a acabar, porque ser Gorda es algo que no se acaba nunca.
De repente es 2011 y empiezas a trabajar en tu primer instituto. Es una mañana de invierno fría, tienes un rato libre y te apetece pedirte un colacao calentito en la cafetería. Una compañera te ve y te regaña. ¡Con las calorías que tiene eso! No vuelves a pisar la cafetería. La mayoría de los días no te llevas nada para comer. Otros, un plátano. Si algún día necesitas algo más consistente que eso, te lo comes a escondidas, en un rincón del patio donde en ese momento no te vea nadie. Si alguien lleva algo a la sala de profesores, rechazas educadamente. Uy no, yo no, ¡yo es que estoy a dieta, no has visto cómo estoy! Y todo el mundo asiente y entiende.
De repente es 2017 y adelgazas bastante –pero sigues siendo Gorda; el IMC, ya sabes–, y una compañera que hasta ahora no había cruzado palabra contigo te para para decirte lo estupenda que te estás quedando. “¡No se te ocurra volver a coger peso, eh, que ahora estás guapísima!”, te advierte mientras se aleja.
De repente es 2018. Caes en un centro donde existe la costumbre de que, cada mes, un departamento ofrece un desayuno. En el primero, el de octubre, no comes nada, estás a dieta –tú siempre estás a dieta–. En el segundo, observas a tus compañeros, esos con los que tan bien te llevas, y mentalmente lo dices: a tomar por culo. Y te haces una tostada con jamón que es el fin y al mismo tiempo el principio.
De repente es 2023. Estás buscando unas fotos en concreto en unos discos duros antiguos cuando ves una tuya, de las pocas que tus amigos te echaban, porque la Gorda del grupo pocas veces sale en las fotos –pero es ella la que no quiere–. Reconoces la época, reconoces la medicación que tomabas en ese momento, la dieta que estabas haciendo. Lo que no reconoces es la figura que de forma inequívoca revela el pantalón pirata –nunca corto– y la camiseta ajustada que llevabas y que no deja entrever un ápice de barriga. Te miras a ti misma, esa versión tuya con poco más de veinte años y piensas: ¡pero si estaba delgada! ¡Pero si todo este tiempo estuve delgada!
Y lloras.
***
Vuelve a ser 2024. Has conseguido medio normalizar tu relación con la comida. Has empezado a hacer deporte y has descubierto que te gusta. Has empezado a aceptar lo que ves en el espejo. Te sientes más fuerte y más sana que nunca, física y mentalmente.
Por varias razones, tienes muchas comidas sociales en los próximos días. Sabes lo que significa. Te forjas tu escudo: “yo es que siempre tengo hambre”, y te ríes. El humor te filtra la mayor parte de comentarios. Otros se quedan ahí, molestos, zumbando.
Recordándote demasiado a esa cría que con diez años tuvo su primera visita al endocrino.
La que dejó de ser una niña para convertirse en lo que has sido toda tu vida: una Gorda.