Comenzaré este post confesando que a mí El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha me parece un soberano peñazo. Me lo hicieron leer una vez, creo que 1º de Bachillerato, y aún hoy no puedo evitar mirar con escepticismo a quien me asegura que se lo ha pasado bien leyéndolo. Recuerdo que mi versión adolescente abordó la tarea sin entusiasmo, y probablemente resopló más de una vez mientras pasaba las páginas de la interminable obra magna del bueno de Cervantes. Lo terminé, hice el examen y lo dejé en su estantería hasta el día de hoy, en el que sigue acumulando polvo en casa de mi madre, porque nadie en sus cabales leería El Quijote con gusto. Y sin embargo, años después, ya de adulta, me he dado cuenta de una cosa: que me alegro mucho de haberlo leído.

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Me alegro de que me obligaran a leer El Quijote, porque, aunque no me pareció una lectura placentera, considero necesario conocer la que –dicen los entendidos, yo no soy filóloga– es la obra cumbre escrita en mi idioma nativo. Cuando me tocó estudiar sus características, agradecí haberlo leído. Cuando encuentro alusiones al ingenioso hidalgo en la cultura popular, me alegro de haberlo leído. Cuando mis queridos Saurom cantan su Batalla de los cueros de vino me alegro muchísimo de haberlo leído, porque esa canción me encanta y soy capaz de interpretar todas sus referencias.

Voy a confesar algo más: tengo muy buen recuerdo de las lecturas obligatorias de mi etapa escolar, y eso que no me gustó casi ninguna. Les otorgo cierta pátina de nostalgia y de añoranza por los lugares que quedaron atrás, y es que todas y cada una de esas lecturas –en caso de no tenerlas ya en casa– fueron encargadas en la librería de mi barrio, aquella en la que siempre olía a una mezcla de periódicos, libros, revistas de papel couché y álbumes de cromos. En cuanto algún profesor me mandaba un libro iba a encargarlo a lo de Jose, y a veces el librero recibía antes el chivatazo y se nos adelantaba, esperándonos con veinte o treinta ejemplares de lo que hubieran mandado en el insti. Uno de los orgullos de mi vida es poder afirmar que mis padres, aunque no nadaran precisamente en la abundancia, jamás se quejaron de tener que abonar diez, veinte o treinta euros en un libro para la niña. Ni en nada que estuviera relacionado con mi educación, dicho sea de paso.

Pero volvamos a esas lecturas obligatorias, y a ese Quijote, edición del Círculo de Lectores, leído a trompicones por una adolescente de dieciséis años que –como es lógico y natural– piensa que sabe más que sus profesores, sus padres, el presidente del gobierno de España y los adultos en general. También debería ser lógico y natural, cuando uno ya es adulto, echar la vista atrás y valorar con ecuanimidad la educación recibida, sin infantilismos. Yo lo hice. Y me di cuenta de la cantidad de cosas que no conocería si no fuera por la escuela, porque de motu proprio jamás me habría acercado a ellas.

Si no hubiera sido por el insti, y por la voz emocionada de mi profesora de Lengua y Literatura hablándonos de Machado y su tumba en Collioure, jamás me habría leído Campos de Castilla, ya que a mí la poesía no me gustaba y sigue sin gustarme. En cambio, sí me gustaba cuando doña Isabel, quien me impartió LCL en 4º de la ESO, me hacía aprenderme de memoria poesías de Rubén Darío, Gustavo Adolfo Bécquer o José de Espronceda, y le agradezco que lo hiciera, porque jamás las habría leído si no fuera así y no podría berrear la mítica Canción del Pirata de Tierra Santa con las mismas ganas.

Si no hubiera sido por mi profe de Bachillerato no habría leído Como agua para chocolate, un libro que no solo me entusiasmó a mí sino a todos mis compañeros –probablemente la única lectura obligatoria que nadie buscó en el socorrido Rincón del Vago– , y no hubiera descubierto a Laura Esquivel, ya que no es el estilo de literatura que suele gustarme. Tampoco me habría reído con El Lazarillo de Tormes, ni se me habría quedado grabado para siempre el icónico inicio de La familia de Pascual Duarte. Otro género que no me gusta en exceso es el teatro, así que mi único acercamiento ha sido nuevamente a través de la escuela: ¡qué tremenda falta para una granaína habría sido no leer Bodas de sangre o La casa de Bernarda Alba!

A veces, estas lecturas obligatorias suponían una suerte de impacto colectivo. Recuerdo el revuelo que se armó en mi clase con la cola de cerdo del último de los Buendía. Recuerdo una excursión en autobús en la que unas compañeras, las típicas que se sentaban siempre en la parte de atrás y no leían nada más que la SuperPop, le iban contando a los de los otros cursos una historia sobre un monte, unas ánimas y un lazo de color azul. Nos recuerdo riéndonos a carcajadas del pobre Lázaro y la que le armó el ciego con el cántaro de vino.  Recuerdo que en 2º de la ESO tuvimos que representar una obra de Carlos Arniches, Es mi hombre, y cómo además de pasarlo bien tuvimos algún debate sobre los personajes de la obra.

Así que me permito hoy reivindicar todas estas lecturas obligatorias. Como reivindico todas esas cosas que me enseñaron y que aparentemente no me sirvieron para nada, porque a mí nadie me ha pedido nunca que calcule los moles que contiene un vaso de agua ni que haga una raíz cuadrada, y sin embargo me gusta saber que sería capaz de hacerlo, como puedo explicar el funcionamiento del corazón o sé lo que es una sinapsis.

Creo que el saber nunca sobra, y por eso me alegro de haber leído ese aburridísimo Quijote que lleva veinte años cogiendo polvo sin que a nadie en su sano juicio se le ocurra levantarlo de la estantería.

El Quijote es un peñazo (y me alegro de haberlo leído)