Hoy me he encontrado con un hilo estupendo que me ha hecho recordar y reflexionar. Recordar experiencias pasadas y reflexionar acerca de cómo los adultos, especialmente aquellos que vivimos malos momentos en el colegio, rememoramos nuestros tiempos escolares, a menudo con un (quizá justificado) ánimo de revancha, rencor o despecho. Quiero dejar constancia de que el hilo no me ha transmitido esa sensación, aunque sí me ha recordado a esos otros tuits de recién graduados en cualquier carrera recordando al maestro, maestra, profesor o profesora, que algún día les dijo de forma más o menos sutil que espabilaran. También me gustaría que figurara en acta que estoy totalmente en contra de ejercer de futurólogo dentro de las cuatro paredes del instituto, y que considero que hay formas de hablar que sobran en la relación profesor – alumno.
Y dicho todo esto, voy a contar mi historia. Una historia que se podría contar en una parte, como hace casi todo el mundo; pero que, mire usted por dónde, hoy me apetece narrar en dos. Quien llegue al final descubrirá por qué.

La primera parte
La primera parte de esta historia se asemeja mucho a otras épicas epopeyas de alumnos superando dificultades contra el enemigo de turno. En mi caso, mi Némesis particular se llamaba P., y fue mi profesor de Física y Química durante todo el Bachillerato.
Como también sucede en muchos otros casos, el mío es el cuento de un tortazo más que anticipado. Niña medianamente inteligente que atiende en clase y que durante toda Primaria y casi toda la ESO –solamente se escapan un par de asignaturas de 4º– no siente la necesidad de estudiar para sacar notas excelentes. Después, el paso a un Bachillerato Científico Tecnológico en un nuevo instituto, y el hostión a mano abierta: dos suspensas en el primer trimestre, más una buena andanada de igualmente vergonzosos cincos. Y a ponerse las pilas.
Nada que no se solucionara con un profesor particular para Matemáticas y Física y Química –a mis padres nunca les sobró el dinero, pero siempre tuvieron claras las prioridades–, y aprender a chapar todas las malditas tardes durante tres o cuatro horas. ¿He dicho nada? Miento. Física y Química en 1º y Química en 2º se convirtieron en mi barrera infranqueable, por muchísimo empeño que yo pusiera, y aunque todas las tardes dedicara al menos dos horas a resolver infatigablemente los ejercicios de clase y los que Aniria, mi profesora particular, me ponía cada sábado. La pobre flipaba bastante fuertemente cuando me veía machacando los ejercicios que ella sacaba de sus propios apuntes de carrera mientras, en el instituto, P. le otorgaba la misma nota a casi todos mis exámenes: un 3. De poco servía que mis resultados y el desarrollo coincidieran con los ejercicios de compañeros con mejores notas, P. siempre me explicaba que esa era la nota que me merecía –si os estáis preguntando por qué mis padres no fueron nunca a hablar con él, yo tampoco lo entiendo, pero era otra época–. Creo que en dos años solo aprobé dos exámenes de Física y Química: los dos exámenes de recuperación al final de curso.
Después de innumerables pesadillas en las que me veía quedándome sin Selectividad al ser incapaz de superar la asignatura de P., mis notas finales me depararon un maravilloso 5 que en ese momento me supo a gloria. Después de lo mal que lo había pasado en Bachillerato, la prueba de acceso me pareció incluso fácil; uno de mis últimos exámenes fue el de Química, y lo afronté con la misma resignación con la que me había enfrentado a las pruebas de P.: resolviendo los ejercicios porque sabía hacerlos, pero pensando que suspendería igualmente porque había algo que hacía mal, algo que P. nunca me había explicado y Aniria no había detectado –no nos dejaban llevarnos los exámenes en esa época– y que se resumía en: yo era una absoluta negada para la materia.
Pero, como en toda buena historia épica, el destino me deparaba un final apoteósico, un instante de gloria y fanfarria, la recompensa final del héroe incomprendido.
Aprobé Química en Selectividad.
Y cuando fui al instituto a recoger el certificado de las notas para llevarlas a la sede de la Universidad el día de la preinscripción, me encontré a mis compañeros quejosos con su nota de Química. Apenas me había dado tiempo a indagar cuando apareció P. y, visiblemente contrariado, preguntó ante el vestíbulo lleno de estudiantes si alguien había aprobado su asignatura.
Ese vestíbulo lleno y ese silencio incrédulo entre mis compañeros de clase cuando mi mano fue la única que se alzó es una de las dos imágenes de ese día que me acompañará siempre
Se dio entonces media vuelta y se perdió por el pasillo hasta que su espalda cubierta por la bata blanca desapareció.
No volví a verle en la vida.
Y así es como debería acabar esta historia.
¿O no?
Y la segunda parte que nadie escribe
No. Esta historia no va a acabar aquí.
Porque P. fue solo un profesor de los aproximadamente quince docentes que me dieron clase durante los dos años de Bachillerato. Y cuando volvemos al pasado, a ese profesor que nos amargó la existencia o que nos suspendió injustamente, siempre pensamos en los profes como P. Pero nunca en los demás.
De esos otros profesores, algunos fueron completamente intrascendentes, lo que seguramente quiere decir que me evaluaron con ecuanimidad. Pero a otros sí los recuerdo muy bien. Porque tuvieron gestos más allá de lo profesional con esa adolescente llena de granos, que nunca levantaba la mano, que siempre iba con la mirada gacha, que vestía chándales y sudaderas grandes y que, por un problema familiar del que entonces no se hablaba aunque estoy segura de que algunos de ellos pudieron detectar –nuevamente: eran otros tiempos– faltaba demasiado a clase.
A pesar de que desde mi perspectiva actual como profesora de Secundaria entiendo perfectamente el desconcierto que yo debía causarles, sería injusto que os hablara de P. y no os hablara de ellos.
Por ejemplo de don Ricardo, mi profesor de Biología, que me felicitó delante de la clase ante mi evidente esfuerzo con un “subes como la espuma, Elena”, y siempre fue amable conmigo.
O de don José, mi profesor de Educación Física, que tenía en cuenta mi asma a la hora de evaluarme en su asignatura y me puso una buena nota que dudo mucho que mereciera realmente.
O de doña Isabel González, mi profesora de Historia de España en 2º de Bachillerato, quien no solo me descubrió dónde estaba mi verdadera vocación, sino que vino a hablar conmigo para darme ánimos en cuanto se corrió la voz por el instituto de que una alumna del bachiller científico decía que iba a matricularse en Historia.
O de doña Mª Carmen Castilla, mi profesora de Lengua Castellana y Literatura y tutora de 2º de Bachillerato. No solo fue extremadamente comprensiva con mi situación personal. No solo fue una de las tres mejores profesoras que he tenido nunca. No solo me dejó claro desde el minuto uno que lo mío eran las letras y que me había equivocado de modalidad de bachillerato (spoiler: llevaba razón).
Nunca olvidaré el día que elogió a esa adolescente tímida y huraña en mitad de la clase, levantando uno de mis exámenes y declarando: “es el examen mejor escrito que he leído en mi vida”.
Tampoco olvidaré lo que hizo el día en el que fui a recoger mi certificado de notas. El día en el que acaba la primera parte de esta crónica, pero no el relato completo porque, cuando miro atrás, yo prefiero hacerlo con agradecimiento.
Ya de adulta, y aún más siendo profesora, tengo la total certeza de que P., que falleció hace tiempo, se comportó conmigo de forma injusta. Me da igual.
Porque lo que más recuerdo de aquel día no es su gesto contrito ante mi mano alzada.
No: lo que mejor recuerdo es a mi tutora, junto con una compañera que nunca me dio clase y mi profesora de Historia abriéndose paso entre la chavalería –quizá en el mismo pasillo por donde se estaba alejando P.– abrazándome para darme la enhorabuena por mi 10 en su asignatura, al mismo tiempo que relataba a quien quisiera escucharla que era la única de la clase que había aprobado todos los exámenes de Selectividad.
Esa es la imagen que se me queda de aquel día.
Gratitud, no rencor.
El sentimiento que me lleva a escribir los nombres completos de aquellos que me tendieron una mano, por si la casualidad, el azar, la magia de las redes, hiciera que siguieran en buen estado de salud y alguien alguna vez pudiera trasladarles el inmenso agradecimiento de aquella tía tan tímida que hoy es profesora de Historia.
Siempre estarán en mi recuerdo, por mucho tiempo que pase. Esos a los que injustamente solemos olvidar, opacados por la rabia del adolescente frustrado que algún día fuimos.
Los que nos tratan con corrección, nos valoran e incluso nos ayudan.
Los otros profesores.