Hace unos meses andaba yo por mi barrio cuando un señor me regañó por dejar beber a mi perra de una fuente.
Voy a matizar unas cuantas cosas: era mediodía, hacía calorín, y mi perra venía sedienta después de haberse pegado un buen paseo. Normalmente no la dejo beber de fuentes de humanos, pero aquel día se me adelantó cuando fui a beber yo y me dio pena no dejarla. Agrego: dicha fuente estaba llena de tierra y restos de suciedad por una tormenta reciente. Y no había fuentes de agua para perros cerca.
Todo eso se lo podría haber explicado al señor que me regañó, pero el caso es que el señor que me regañó no lo hizo cara a cara. No. El señor que me regañó estaba esperando algo o a alguien dentro de un coche aparcado cerca y, unos cinco minutos después de perpetrada la fechoría, aprovechó que arrancaba y pasaba cerca de mí para gritarme por la ventana, dejando caer de paso el insulto machista por excelencia (que es puta, por si ustedes no lo saben).
El caso es que el señor llevaba parte de razón: incluso teniendo en cuenta todas las matizaciones añadidas al hecho, lo cierto es que un perro no debería beber en una fuente de personas. No la he vuelto a dejar, porque además ahora sí hay una primorosa fuente de perros a poca distancia. Asumo mi error, aunque no comprenda qué tiene que ver el oficio de ofrecer tus servicios sexuales con dejar beber a tu perro de un surtidor de agua.
Pero no es eso lo que me llama la atención.
Lo que me resulta llamativo es el hecho de que mi perro no es el único que ha incurrido en el crimen de atrapar el caño de una fuente pública a lametones. Desde entonces he visto en varias ocasiones a canes chupeteando fuentes, la mayoría en parques mucho más concurridos que en el erial donde mi perra y yo ofendimos a la salud pública. A esos dueños no apareció ningún señor que les regañara. Eso sí, casualmente dichos dueños también eran señores.
De hecho, que beban los perros no es la única guarrada que he visto hacer en esas fuentes. En los últimos meses han sido incontables los runners que he avistado deteniéndose, quitándose la camiseta y enjuagando sus cuerpos sudorosos con el chorro. En otra ocasión, fue un vestidillo infantil lleno de vomitona el que fue lavado a conciencia sobre el sacrosanto caño del que todos hemos de beber. Cero reprimendas en ese caso. Eso sí, de nuevo casualmente, tanto los corredores como el de la vomitona eran señores.
Aquel mediodía me fui a casa reflexionando. Pensando que vivo en un barrio con multitud de avenidas, parques, arboledas, setos, etecé. Es rara la semana en la que no presencio algún episodio escatológico de mayor o menor grado en la vía pública: desde escupitajos (precedidos de su correspondiente carraspeo ausente de pudor) hasta gente orinando sin preocuparse lo más mínimo en esconderse, en ocasiones a escasa distancia de donde tranquilamente estaban otras personas o yo misma. Nadie les regañó, ni mucho menos les insultó. Eso sí, ya es casualidad, siempre eran señores.
A mí, en cambio, sí que me regañan. Me regañan o me miran mal cada vez que hago algo mínimamente dudoso. Cada vez que Lyanna se agacha a hacer sus cosas tengo la mirada escrutadora de un señor clavada en la nuca, incluso aunque me apresure a sacar el rollo de bolsas que siempre llevo encima del bolsillo. Si estoy aparcando frente a algún lugar donde estén aposentados uno o varios señores, puedo sentir cómo siguen atentamente todos mis movimientos, buscando el fallo. Una vez aparqué mal en el típico sitio donde todo el mundo aparca mal para ir a recoger un certificado rápido: cuando salí, menos de cinco minutos después, me encontré con que un señor ya había alertado a la policía local.
Así que aquel mediodía caluroso me fui a casa pensando que es extraño el fenómeno mediante el cuál parte de los señores se transmutan en vehementes justicieros del civismo cuando ven a una mujer haciendo algo mal pero, por contra, se mantienen muditos y ciegos cuando es otro señor el mal ciudadano.
Pero, sin duda, debe ser casualidad.