Como algunos de los que lean esto sabrán, soy —para mi desgracia— aficionada al fútbol. Por ser más concretos, poseo una tarjetita de plástico con mi nombre estampado que me impone la pena de ir cada quince días a ver los partidos que perpetra el Granada Club de Fútbol, mi único amor balompédico. Lo que pocas personas imaginan es la transformación que se produce en mi persona en cuanto cruzo los tornos de entrada y me aposento en mi butaca de Preferencia. Por decirlo llanamente: soy una hooligan. Ilustrada, eso sí. No llego al extremo de insultar a nadie porque me parece una zafiedad, pero durante los noventa minutos del partido apenas paro de animar, de quejarme, de levantarme indignada de mi asiento en cuanto algún jugador rojiblanco hace amago de tambalearse. Cualquier falta en contra nuestra se protesta. Cualquier tarjeta a un jugador de mi equipo es el robo del siglo. Cualquier jugada dudosa cerca de la portería rival es un penalti, incluso aunque haya visto con claridad que se ha producido fuera del área. Todo atisbo de objetividad me lo dejo en la puerta cuando se trata de defender lo mío y a los míos. Renuncio a mi racionalidad por ser del Granada, quizá porque ser del Granada es una decisión ya por sí irracional.

Imagen del estadio del Granada en una puesta de sol.
El templo.

En mi trabajo, en cambio, me comporto de una forma diametralmente opuesta. Desde que empecé a currar, y más allá de esos primeros compases en los que no sabía ni por dónde me daba el aire y todo se me antojaba nuevo y aterrador, mi vida como profe ha sido una constante búsqueda en pro de mejorar mi praxis y, en consecuencia, el aprendizaje de mis esforzadas y simpáticas criaturillas. Eso incluye, me temo, cuestionar todas las metodologías —incluso las que me gustan— y conocer y valorar otras formas de dar clase —incluso las que me disgustan—. Siempre he defendido que la mejor metodología es la que se adapta a un grupo concreto en un momento determinado. Aunque he probado casi cualquier herramienta online que existe, me flipan las nuevas tecnologías y me encantaría vivir en una realidad perfecta donde el teléfono móvil tuviera tanta relevancia en mi clase como la libreta o el libro de texto, la realidad es tozuda y la mía me ha demostrado la incuestionable utilidad de lo analógico. Mal que me pese.

Por ejemplo, como cualquiera que me conozca un poquillo sabe, me encanta el aprendizaje cooperativo. Más de un 75% de las clases que he impartido en los últimos años habrán sido siguiendo las directrices de esta forma de trabajar, que considero que se adapta bien a mi asignatura, se amolda a mi forma de ser, y me permite gestionar de forma efectiva cuestiones que normalmente se me atragantan: el ruido en el aula, la falta de trabajo, y dar una atención a la diversidad constante a treinta estudiantes a la vez.

Sin embargo, desde hace un curso estoy dándole menos al cooperativo y más a otras formas de organizar el aula; entre ellas, la metodología más tradicional de pizarra, libro, explicación y ejercicios. El motivo no es otro que el contexto que me encontré en mi centro definitivo, donde la disrupción es prácticamente cero, la mayoría de chavales tienen un buen comportamiento y nivel de trabajo en el aula, y se puede impartir clase con relativa comodidad incluso en las últimas horas del día. En este contexto, me encontré con que los problemas que normalmente me gestiona el AC no hacen acto de presencia en mi clase y, por contra, me creaba —y creaba a mis alumnos— nuevas dificultades que entorpecían su aprendizaje. Mi chavales atienden, tienen buenas habilidades sociales, se llevan bastante bien entre ellos, son capaces de cooperar de forma efectiva. Descubrí que estar sentados en grupos heterogéneos no siempre les ayudaba y siempre les ralentizaba y distraía. Y que, por mucho que no me guste nada esa forma de trabajar, como mejor aprenden y como más cómodos parecen estar ellos es utilizando unos métodos más tradicionales, ya que además son chicos muy curiosos que plantean muchas dudas y observaciones durante las clases. ¿Que a mí me gusta más lo otro? Pues sí. Pero es que no se trata de lo que me guste a mí. Se trata de lo que les encaje a ellos.

Cuando he volcado estas reflexiones en las redes sociales me he encontrado reacciones curiosas y un poco faltas de coherencia. Resulta que los que llevan años diciendo que tenemos que poner al alumno en el centro del aprendizaje —afirmación con la cual estoy totalmente de acuerdo— me contestan que tengo que insistir y forzar a mi alumnado a trabajar con una metodología que claramente no les sienta nada bien. Personas que no me conocen de nada, que no han estado a menos de 200km de mi instituto, me recriminan que “abandone tan pronto” —¿?—, como si el objetivo de esto fuera demostrar algo en el reality show de las redes en lugar de enseñar Geografía e Historia. Gentes que normalmente tienen muy presente la atención a la diversidad no parecen entender que las mal llamadas “metodologías activas” perjudican especialmente a los zagales con más dificultades de mis clases (insisto: de las mías). Y, por supuesto, hay que escuchar al alumnado y a su familia… Excepto cuando el alumnado o las familias dicen cosas que chocan con nuestra forma de entender la educación, y véase las burlas y ataques que han recibido las familias que recientemente han pedido más regulación sobre el uso de teléfonos móviles.

A veces, confieso, entro en redes sociales y tengo la sensación de que hay personas que son tan hooligans de sus metodologías como yo lo soy de mi equipo de fútbol. Me resulta súper curioso trasladar las mismas discusiones que hace años tenía con los profesaurios a los debates que ahora me plantean los eduinnovadores. Porque los argumentos del los hooligans metodológicos son los mismos: si el alumno aprende es por mi maravillosa metodología, pero, si no aprende, la culpa es de otros factores. Todas las faltas son a su favor y el árbitro siempre se equivoca. Así, la realidad del alumnado, sus necesidades y sus opiniones quedan arrumbados en pro de nuestro propio ego y nuestra necesidad de presumir en redes que hemos hecho tal o cual.

Por mi parte seguiré analizando, dudando y cuestionando todo lo que hago en clase a la vista de los resultados alcanzados. Teniendo claro qué es lo que me gusta, pero también que lo que me gusta no siempre es lo mejor para los alumnos a los que tengo que enseñar. La irracionalidad me la dejo solo para el estadio de fútbol. Cuando está en juego mi trabajo, mis chicos y su futuro nunca me vais a ver pedir un penalti fuera del área.

Penalti fuera del área