El viernes entré en la primera de mis clases con esa incertidumbre propia de la víspera de las vacaciones de Navidad o verano. Sin tener muy claro qué iba a hacer, porque no sabía con exactitud cuánta clientela habría acudido. Manejaba un plan A y un plan B, pero en cuanto vi las caras de los chavales que habían decidido hacer acto de presencia se me ocurrió sobre la marcha un plan C.
Con el recuerdo de sus notas aún presente improvisé una mini chapa, el enésimo intento de hacer reaccionar a alguno de ellos ante la que se les viene encima. Aunque ni uno solo tiene suspensa Geografía e Historia, gran parte de ellos sí que han cateado un número preocupante de materias. Les dije lo típico: que tenían que ponerse las pilas, que vale que algunas asignaturas fueran difíciles y que admito que a veces el profesor no ayuda, pero que tampoco aprovechaban el tiempo de clase y eso lo sabemos ellos y yo. Volví a repetirles una vez más que el mundo ahí fuera es chungo, y que cuanto más preparado esté uno mejor, porque cuando terminen sus estudios nadie les va a regalar absolutamente nada. Ellos me escucharon en un extraño silencio hasta que una mano se levantó como un resorte. Y se me planteó una pregunta que el resto de los presentes secundó con entusiasmo:
—Seño, ¿y por qué no eres tú nuestra tutora?
No me sorprendió la pregunta. Ya sabía que ellos me quieren de tutora. También sé que a mí no me importaría serlo, y que probablemente lo seré en un futuro, de ellos o de cualquiera de los otros dos cursos a los que estoy subiendo de 1º a 4º de la ESO. Lo que me sorprendió no fue la pregunta: fue el momento. Porque es la primera vez que me lo dicen así. Y no lo han hecho los días que lo hemos pasado bien, ni los días que les he llevado chuches, ni cuando nos hemos reído, ni cuando hemos echado un rato de palique en una guardia tonta o en algún pasillo. Es decir, no me han pedido que sea su tutora cuando he tenido detalles de profe molona (?) que les pega stickers en los exámenes. No; me lo han preguntado el día que me he puesto seria y les he echado la bronca por sus malas notas en asignaturas que no son la mía. Y no es casualidad.
En los últimos tiempos se ha hablado mucho del respeto al alumno, y yo lo celebro. Menospreciar a los alumnos o burlarse de ellos son actitudes más propias de otro siglo que habría que desterrar para siempre. Pero yo echo en falta que se hable también de otro tipo de respeto, que por no tener otra expresión mejor voy a denominar respeto intelectual: el reconocimiento de que el zagalillo que tienes delante de ti no es idiota sino un ciudadano en formación que está desarrollando sus capacidades de acuerdo a su edad, al cual hay que ayudar en lo que no puede y retar en lo que puede pero no quiere.
Muy a menudo, en cambio, me encuentro con personas que proponen soluciones educativas que pasan por tratar a mis alumnos como si fueran incapaces. Así, la solución a las bajas notas es darles las preguntas del examen, y la solución al problema de que periódicamente se les olvide el material es que yo se lo se lo lleve y recoja en todas las clases. La solución a todas las dificultades inherentes al hecho de trabajar con otras personas es no volver a mandarles una actividad cooperativa. La solución al miedo a hablar en público es no forzarles nunca a hacerlo. Y así hasta el infinito.
Son todas ellas soluciones que conozco bien porque, lo confieso, más de una vez he caído en la tentación. Una de las ventajas de esa fase itinerante que precede al asentamiento en tu plaza definitiva es que puedes ir moviéndote por distintos centros y probando diversas metodologías en contextos muy distintos. Y yo lo he probado casi todo: a dar una batería de preguntas para el examen, a hacer exámenes “en grupo”, los exámenes con apuntes y a no hacer exámenes en absoluto. He probado a evaluar con exposiciones, con tareas, con podcast y con vídeos. He gamificado y evaluado con juegos de rol. He distado mucho de apoyarme exclusivamente en el examen, sobre todo porque, personalmente, no me gustan. Pero también he sido honesta con las conclusiones arrojadas por cada metodología utilizada y reconozco sin problemas que algunas de las cosas que he intentado se han revelado como una falta de respeto intelectual a mis alumnos. Porque, por querer facilitarles la vida al creerles incapaces de solventar por sí mismos ciertas tareas, les he privado de un aprendizaje muy necesario.
Cuando llegué a mi centro definitivo tenía ya más o menos interiorizado qué funciona y qué no. Y me propuse, desde el primer día, respetar las capacidades intelectuales de mis alumnos, adaptándome a sus dificultades pero sin dejar de desafiarles de forma constante a que se mejoraran a sí mismos. Salvo en algún caso plenamente justificado, ya no doy baterías de preguntas antes del examen, porque la gran mayoría de mis alumnos han demostrado ser capaces de estudiarse unas pocas páginas de apuntes, que muchas veces son los de su propia libreta de ejercicios. También son capaces de traer los materiales que necesitan, más allá de algún olvido puntual que todos podemos tener —agrego además que no envío deberes a casa, por lo que el libro se puede quedar en el aula—. Todos mis alumnos, me he asegurado de ello, tienen a quién preguntar los deberes cuando faltan. Todos, sin excepción, tienen capacidad de sobra para enfrentarse a las cuestiones que diariamente les planteo, normalmente adaptadas hasta a cuatro niveles de dificultad distintos. Todos mis alumnos disponen de tiempo en el aula para hacer sus tareas.
Todos mis alumnos se han acostumbrado a escuchar una frase que suelo repetir hasta la saciedad: “hay cosas que son culpa mía, y otras que son culpa tuya, y si es culpa tuya te toca a ti poner una solución”. Si mis alumnos no han entendido algo que he explicado estando ellos atentos y en silencio, sin lugar a dudas es culpa mía, y lo repetiré las veces que sea necesario. Si les estoy dictando el enunciado de un ejercicio que quiero que hagan, se repite hasta asegurarme de que todo el mundo lo tiene bien copiado. Si alguien se queda atascado con alguna tarea, me siento a su lado y le voy guiando hasta que consigo que la resuelva. Si te has olvidado hoy tu libro, te dejo el mío o te sientas con un compañero que lo tenga. Pero si después de estar distraído alguno se queja de que no lo ha entendido, si hay alguien que periódicamente pierde su libro por ahí o que se ha pasado diez minutos copiando deberes de otra asignatura y ahora no sabe qué hay que hacer, mi respuesta suele ser que su problema es culpa suya y que yo no se lo pienso solucionar.
En mis clases normalmente hacemos lectura conjunta de la materia, se explica, se hacen esquemas en la pizarra, se resuelven dudas, y después hacemos un ejercicio para el que se dan X minutos que se reflejan en un cronómetro que se activa en la pantalla digital. Es un tiempo más que amplio —tenemos en cuenta que algunos chavales tienen dificultades y trabajan de forma más lenta— que el alumnado puede gestionarse como quiera. Los hay que nanean un poco al inicio y se ponen a trabajar en cuanto ven que el tiempo se acaba, y los hay que se ponen de inmediato y luego aprovechan el tiempo sobrante para hacer deberes de otra asignatura, ir al servicio, sacar el libro que estén leyendo o charlar con un compañero que también haya terminado. Los hay que se ponen a trabajar dos minutos antes y se quejan luego de que no les ha dado tiempo y los que aprovechan para ir al baño —suelen ser los mismos que van al baño cada hora— y tardan la vida en volver. Yo respeto las reglas del juego y no les llamo la atención salvo que estén molestando a alguien: tenéis un tiempo, sois capaces de gestionar ese tiempo, pero cuando suene la alarma todo el mundo tiene que asumir las consecuencias de cómo lo ha gestionado. Si después te toca corregir y no lo tienes hecho o está incompleto, mala suerte. La próxima vez lo harás mejor.
Y, ¿sabéis qué? Que sucede algo maravilloso cuando tratas a los chavales de tú a tú, sin dar por hecho que son tontos, dirigiéndote a ellos con absoluta educación, sin perder los nervios ni alzar la voz, pero con total honestidad. Dejándoles claras las reglas desde un principio, haciendo patente que vas a acompañarles en su aprendizaje, pero que no vas a asumir sus responsabilidades. Cuando haces todo eso, cuando te comportas con coherencia y ellos perciben en ti tu cariño por tu trabajo y por ellos mismos, sucede que la mayoría de chavales te responden. Y, después de cuatro trimestres a su lado, te sientes orgullosa al ver su progreso y sus avances.
Y esa actitud en el aula no está reñida con llevarte bien con tus alumnos. De hecho, creo que nunca he estado tan satisfecha con la relación que tengo con mi alumnado, pues noto que hay afecto, respeto y honestidad por ambas partes, pero sin comprometer la necesaria imparcialidad de mi trabajo. Muchos alumnos vienen a pedirme dinero para comprarse una torta si se les olvida el monedero o el bocadillo en casa, o me buscan para contarme sus problemas personales, pero no se les pasa por la cabeza intentar cambiar la fecha de un examen salvo que sea por causa de fuerza mayor, porque saben que jamás lo voy a hacer. Y creo que eso lo resume todo.
Un post muy interesante, Elena. Una sola sugerencia me atrevo a hacerte y no tiene que ver con el contenido sino con la forma, por favor, permite que el formato de tu web se adapte a los dispositivos móviles, me extraña que no lo haga automáticamente pero es una tortura leer el texto en un teléfono. Un saludo.
¡Hola! Gracias por avisar, nunca entro desde el móvil así que no me había dado cuenta. Debo de haber roto algo sin querer :_D Intentaré arreglarlo. Un saludo 🙂