El curso pasado consumamos una actuación a gran escala contra el bullying en mi centro. Digo consumamos porque fueron semanas, meses, de recabar información, recoger testimonios, obtener pruebas y, finalmente, concertar reuniones individuales con todos los actores implicados.
Durante estas entrevistas tuve ocasión de presenciar la sorpresa de varias personas, ajenas a la docencia, cuando se topaban con la auténtica realidad del bullying. Principalmente eran padres y madres -también algún que otro práctico del Máster de Secundaria- los que no podían ocultar su asombro cuando les contábamos que su hijo acosaba a otros compañeros. Porque su hijo no encaja, ni por asomo, con perfil que todos imaginaríamos en un bully.
Y ese es el tema.
Como sociedad, tenemos instaurada una imagen del bullying que se corresponde poco con la realidad: la del macarra, normalmente mal estudiante, que se entretiene acosando a un compañero. Es una historia de blancos y negros, sin matices, cuya resolución es sencilla. Basta dejar caer sobre el bully el peso de la ley. Expulsarlo del centro, un mes si es posible -o, mejor, para siempre- lo que automáticamente pondrá fin a la desagradable situación.
Lo cierto es que tan solo encontramos un par de casos donde todo estuviera meridianamente claro desde el principio. Porque resulta que la realidad del bullying suele ser mucho más embrollada y compleja. Imagínense la sorpresa de los neófitos en la materia cuando comprobaban un hecho que puede parecer desconcertante, pero que a nosotros nos resulta familiar: que una parte significativa de los acosados resultaba ser acosador o cómplice en otro contexto. Chavales que a ratos se unían a sus bullies para hacerle la vida imposible a otros. Chavales que se cambiaron de instituto para salir de una situación de acoso y que, al encontrarse seguros y arropados en nuestro centro, replicaron los abusos que ellos mismos sufrieron. Chavales perfectamente educados en valores, con padres concienciados y comprometidos. Chavales que no son malos chavales. Porque la gran mayoría de los alumnos son, de hecho, buenas personas.
Imaginad ahora la de horas empleadas en recoger testimonios y reconstruir los hechos. En desenmarañar pacientemente la madeja. En situar a todos los actores en su lugar y comprender y valorar sus cambios de roles según el escenario. Imaginad la de veces que empezamos a investigar un caso de acoso a un alumno y acabamos descubriendo que él también estaba amargando la existencia a otro compañero. Y el caso contrario: bullys que se derrumban en la soledad de un despacho, confesando que su única motivación para hacer lo que hacen es evitar convertirse ellos en víctimas.
Y aquí está el quid de la cuestión: ese trabajazo interminable y minucioso solo fue posible gracias a la presencia de un equipo de alumnas en prácticas de Orientación que pudieron cargar con el peso de la mayor parte de la labor de investigación y zapa. Porque el horario de los tutores de Secundaria -que tienen una hora a la semana para atender individualmente a su alumnado-, y ya no digo del saturado equipo orientador del centro, es del todo insuficiente para llevar a cabo una intervención de tal magnitud. Las intervenciones que se llevaron a cabo no fueron ni rápidas ni sencillas (los acosadores, sorprendentemente para algunos, tienen derecho a la presunción de inocencia). Tampoco lo han sido las sanciones impuestas (los acosadores también siguen conservando su derecho a la educación). Porque la solución mágica no existe.
Esta es la realidad. La realidad que no vende. La realidad que la sociedad no quiere ver. La realidad en la que el bullying no es un problema que no se solucione por falta de voluntad del profesorado -sin negar que hay un buen porcentaje de docentes que no están adecuadamente formados y/o pasan de implicarse– sino porque sencilla y llanamente no tenemos recursos suficientes para abordar un problema tan complejo.
Si queremos que el acoso escolar desaparezca de nuestras aulas, eso es lo que necesitamos. Recursos. Menos spots publicitarios, menos campañas que no llegan a ningún lado, y sobre todo menos simplificación y demagogia. Más orientadores, menos alumnos por aula y más horas de reducción a los tutores de Secundaria para que puedan dedicarle a este tema el tiempo que merece. En definitiva: dinero. Y todo lo demás no es otra cosa que poner parches a un problema que no parece tener fin.
Completamente de acuerdo contigo. Imagino que tener esa experiencia en el centro fue mejor que mil cursos de formación.