Te la vas a encontrar al fondo, en la esquina, o quizá en esa tierra de nadie que son las filas intermedias de pupitres. En una zona donde considere que puede pasar más desapercibida, camuflarse entre una docena de compañeros que, seguramente, llamarán la atención mucho más que ella. Eso, si es que la han dejado sentarse donde quiera. Si ha sido el profesor quien ha elegido los sitios, habrá acatado el suyo sin protestar, cabizbaja; quizá maldiciendo por dentro, pero sin decir palabra.

Porque ella no habla. Nunca.

Puede que tardes en verla, en ser consciente de la presencia de esa niña que evita a toda costa cruzar la mirada con la tuya; que te observa de reojo, rogando internamente para que no te dirijas a ella. O puede que, paradójicamente, capte tu atención de inmediato, como dos iguales que se reconocen. Casi seguro que vas a tardar en aprenderte su nombre, y que en más de una evaluación escucharás a alguno de tus compañeros preguntar “¿y esa quién es? A ver, enséñame las fotos, que no le pongo cara”.

Seguro que vas a sentir la tentación de dejarla tranquila. De evitar a toda costa el preguntarle delante del resto de la clase, sacarla a la pizarra o hacerla exponer. Lo harás pensando en su bien, en lo mal que lo pasa cuando la obligan a hablar en público. En cómo le tiembla la voz, las manos, las piernas, todo; en cómo se pone colorada y pierde el hilo. En las risas disimuladas de los compañeros. En lo incómodo que te sientes al presenciar cómo una de tus alumnas sufre por algo que, realmente, puede evitarse.

Así que respetarás su silencio, pensando que es por su bien.

Pues bien, compañero o compañera: déjame decirte que te equivocas.

¿Que cómo lo sé?

Fácil.

Yo fui esa niña.

Cuando la timidez se vuelve patológica

Quien escribe esto es tímida. Muy tímida. La timidez es un asco absoluto, pero solamente en una etapa de mi vida me coartó realmente. Y tuvo mucho que ver con el colegio.

En EGB yo era lo que ahora considero una tímida funcional. Con cuarenta criaturas en clase, había poco espacio para las sutilezas; mis maestros demasiado hacían con tenernos más o menos domados, y no dudaban en hacer cosas horribles como preguntarnos a diario la lección -¡por orden de lista!- o sacarnos a la pizarra. Y yo no tenía el menor problema en hacerlo. ¿Me ponía más nerviosa que mis compañeros? Sin duda. Pero la perspectiva de tener que corregir la tonelada de ejercicios que había hecho la tarde anterior no me provocaba tanto estrés como para que acudir a clase me resultara intolerable. Lo pasaba mal un momento, pero ya está. A veces hasta me ofrecía voluntaria. Y no dudaba en apuntarme para tocar el saxofón delante de todo el colegio en el festival de fin de curso.

Todo eso cambió en el paso a 1º de la ESO. Las clases redujeron notablemente su número, los compañeros que tenían problemas con los estudios pasaron a un grupo especial que daba clases en otro sitio y, por algún motivo, los nuevos profesores que me tocaron en suerte consideraron la idea de dejarme tranquila durante los cuatro cursos de la Educación Secundaria Obligatoria. Con notables excepciones, noté perfectamente como mis profes dejaron de obligarme a salir a la pizarra, corregir o exponerme en público de cualquier forma. Lo que yo, en principio, recibí como una auténtica bendición.

Y no es que les culpe, pero ahora, en mi adultez, puedo afirmar que aquello no me hizo ningún bien. Porque, libre de esas contadas ocasiones en las que me obligaban a tirarme a la piscina, mi yo de doce años aprovechó para esconderse aún más en sí misma. Jamás me prestaba voluntaria y nunca levantaba la mano para nada. Si alguna vez tenía que hablar en público, lo pasaba mucho peor que antes, hasta un punto de resultar traumático. Del saxofón, ni hablamos. De hecho, no continué mis estudios de música, entre otras cosas, por no pasar la vergüenza de tener que tocar frente al tribunal de acceso al Conservatorio.

Podréis pensar que la situación mejoró cuando crecí, pasé a Bachillerato y después a la Universidad, pero ocurrió todo lo contrario. De hecho, fue en mi (pen)último año de universitaria cuando se demostró hasta qué punto mi timidez me había jodido la vida:

Era el último cuatrimestre, y lógicamente yo esperaba terminar la licenciatura en los cinco años preceptivos. Pero entonces entré en la primera clase de una asignatura y me encontré con algo que no había previsto: en aquella materia no se hacían exámenes, no se daban apuntes, y el temario era poco más que un adorno. Aquella asignatura se aprobaba simplemente yendo a clase a diario y hablando con el profesor del texto o el libro que hubiera seleccionado. Y ya está. Aprobado garantizado. Aquello, que hubiera sido un caramelito para cualquier otro, a mí me provocó un ataque de ansiedad el primer día, y un miedo cerval a acudir a la Facultad. Me acabó superando: a las dos o tres clases, fui a Secretaría a darme de baja. Así fue cómo me tocó comerme un curso más, retrasando un año el momento de licenciarme, lo cual tuvo consecuencias igualmente divertidas como perder la última convocatoria del CAP y tener que cursar la primerísima edición del Máster del Profesorado. Mi timidez se había convertido en patológica. Y el futuro, teniendo en cuenta que la salida profesional más obvia pasaba por la docencia, se antojaba muy muy negro.

Afortunadamente para mí, aquel año de máster y preparación de oposiciones fue tan traumático como terapéutico. Porque di con un preparador de oposiciones que, al contrario que mis profesores de la ESO, no respetó mi silencio en absoluto. Al revés. En dos clases me había fichado; a la tercera, señaló la pizarra y me dijo “Elena, hoy expones tú”. Fue una exposición agónica en la que vi rebullirse de incomodidad a mis compañeros y al propio preparador. No olvidaré nunca lo que me dijo al acabar: “así no puedes ir a las oposiciones, te voy a hacer exponer hasta que te acostumbres a hablar en público”. Cumplió con su palabra. Y gracias a él pude superar con éxito los hitos que aquel curso infernal me tenía marcados, culminando con la encerrona frente al tribunal de oposiciones, que me felicitó y me plantó un primoroso 10. Así hasta el día de hoy, en el que vuelvo a ser una tímida funcional, capaz de no vacilar si tiene que descolgar el teléfono para dar información a alguna familia, de moverse con soltura entre decenas de chavales e incluso de disfrutar hablando en público cuando tiene que hacerlo.

Y otra cosa más: he vuelto a tocar el saxofón en los festivales de fin de curso.

Entonces, ¿qué hago con esa alumna del fondo?

Hay una corriente de opinión dentro del mundo educativo que propugna por dejar a los chavales tímidos tranquilos. Desde que la participación no es evaluable, no es necesario hacerles pasar por ese mal rato. Hay que respetar quien no quiera levantar la mano ni participar, porque cada uno es como es.

Otra corriente sigue anclada en la falta de consideración de mis maestros del colegio. Preguntar a diario y sacar a la pizarra, sin importar quién sea ni preocuparse por lo que sienta. Y la verdad es que, como terapia de choque, es estupenda. Pero corremos riesgo de generar aún más ansiedad que la que ese chaval o chavala trae ya de casa.

Mi opinión es que no se debe forzar a nadie, pero tampoco tenemos que eludir nuestra responsabilidad en acompañar al alumnado, en animarle a superarse a sí mismo, en dotarles de herramientas para que sean cada vez mejores. Una vez detecto la presencia de uno de esos alumnos que no quieren ni que les mire, me las compongo para acercarme a ellos con sutileza, dejándoles claro que voy a intentar sacarles de su cueva, pasito a pasito y con mi ayuda. Intentando no arrastrarles, sino acompañarles por todo el proceso, dándoles confianza, animándoles a participar cada vez más hasta que sean capaces de exponer un trabajo delante de sus compañeros o de salir a la pizarra sin que les tiemble la voz.

A veces, llegamos al final del camino. Otras, damos tan solo pequeños pasitos. Pero siempre avanzamos, lentas pero seguras. Con mucho trabajo, mucha charla, muchos gestos cómplices, mucho refuerzo por mi parte y (sobre todo) mucho esfuerzo por la suya.

Y cuando llega el día en el que veo a esa niña del fondo levantar voluntariamente la mano, siento que todo ha merecido la pena.

Esa niña del fondo