Hace relativamente poco escribí estos dos hilos en los que exponía sendas situaciones educativas que no habían arrojado los resultados que yo esperaba. Fueron dos hilos nacidos, simplemente, de mi firme compromiso con tener los pies en el suelo y ser realista con mi propia práctica docente, que ante todo debe estar al servicio de mi alumnado. Nada más. No estaba desanimada ni enfadada, porque procuro mantenerme fría cuando valoro el resultado de mi propio trabajo. ¿Esto funciona? Palante. ¿Esto no funciona? Lo cambiamos. No entendería la educación de otra forma.

La reacción de la gente me sorprendió. Y no negativamente. No hubo, para empezar, ni un solo troll o insulto, al menos que yo detectara. Al revés, creo que todas las interacciones que recibí estuvieron presididas por la educación y el respeto, algo que se agradece mucho cuando exponemos nuestra opinión frente a miles desconocidos.

El caso es que -y repito, bienintencionadamente– hubo reacciones que me asombraron. Recibí muchísimos mensajes de ánimo que no necesitaba, porque no entendí lo que ocurrió como un golpe a mi moral, simplemente como la constatación de que algo no funcionaba. También hubo quien me animó a seguir adelante con todo, justificándome que el 20% de la clase también se me quedaría descolgado si utilizara libro en vez de apuntes (me temo que no). Hubo algunas sesudas reflexiones acerca de la expresión “trabajar por apuntes” que me informaron de que realmente no estaba trabajando por apuntes, lo cual, para ser honesta, me dejó un poco como estaba porque no era ése el quid de la cuestión. También unos cuantos tuiteros se preciaron de conocer el contexto de mi alumnado y sus preferencias y gustos mejor que yo misma, lo cual recordaré cuando el año que viene tenga que elaborar la nueva Programación.

Bromas aparte, también hubo algo que me dejó picuetísima: mensajes agradeciéndome mi valentía. ¿Valentía? La valentía, para mí, es otra cosa. Por ejemplo, tuve que echar mano de todo mi valor para hacer cierta llamada de teléfono que me cambió la vida, para plantarme ante el tribunal en mi primerísima oposición o para superar mi ansiedad social y apuntarme a unas jornadas roleras el finde pasado, pero no para exponer en un hilo de Twitter algo tan simple, tan cotidiano, como que he intentado hacer algo en el aula y no me ha funcionado. Sin más.

Pero, reflexionando, me doy cuenta de que no es eso lo que se estila últimamente. Más bien, lo contrario. Hemos llegado a un momento en el que a veces leo ciertas experiencias, veo ciertas actividades, y no puedo dejar de adaptar la célebre paradoja del árbol y el bosque: si una actividad se ha llevado a cabo en clase sin ser publicada luego en las redes, ¿hemos realizado realmente esa actividad? ¿Somos buenos profesores porque diariamente cumplimos y nos preocupamos por el aprendizaje de nuestro alumnado, o porque un día puntual exponemos en un hilo una actividad chuli con sus correspondientes fotos y gifs para ser infinitamente citados con el famoso “ojalá más profesores así”?

Soy la primera a la que le encanta compartir sus experiencias educativas, sobre todo por recabar distintos puntos de vista y leer las vivencias de otros compañeros. Pero me sorprende este aparente miedo a la reflexión y a reconocer los propios errores, además del afán por convertir el oficio de profesor en una serie de actividades que tienen como único requisito el ser, ante todo, instagrameables. La realidad es que la mayor parte de nuestro trabajo, incluso yo diría que la parte más necesaria de nuestro trabajo, es gris y poco apta para fotografías y publicaciones. Y es que enseñar a elaborar un climograma o a comentar un mapa histórico igual suena menos trepidante que fundar un club de rol en los recreos o hacer un taller de caligrafía en clase —ambas son cosas que yo he hecho— pero, si me preguntáis a mí, os diría que lo primero es mucho más beneficioso para el aprendizaje de mi alumnado, que es de lo que se supone que todo este asunto.

Yo abogo por perder ese miedo a intentarlo y equivocarse, a reconocerlo y rectificar. Y a decir en voz alta que hay actividades que sobre el papel quedan muy bonitas, pero que luego en el aula no funcionan. Y a dejar de sentirnos especiales porque hemos gamificado o flippeado, como si esto fuera un concurso de popularidad o un reality show. Eso es un trabajo, y un trabajo serio. Probablemente, de los más serios e importantes del mundo.

Y una cosa más. La próxima vez que leáis lo de “ojalá más profesores así”, recordad que la mayoría de profesores ya se preocupan por introducir elementos nuevos en sus clases, de conectar con la chavalada, de procurar que su aprendizaje sea atractivo sin perder en efectividad. La mayoría de profesores invierten muchas horas de su tiempo fuera del instituto en seguir formándose, aunque sea a costa de su propio bolsillo. La mayoría de profesores ya son así. Quizá lo que falla en este gran sistema no son precisamente ellos.

¡Ojalá más profesores así!